Las grandes compañías petroleras no son muy queridas en América Latina. En Venezuela, el señor Hugo Chávez la ha emprendido contra Exxon-Mobil. Ha decidido castigarla porque la empresa norteamericana se ha querellado contra su gobierno en los tribunales internacionales por incumplimiento o ruptura de contrato. Para Chávez, el ejercicio de un derecho ante la violación de unos acuerdos es una afrenta a la nación y a la revolución bolivariana. Tampoco se sabe por qué el pobre Bush acabó pagando los platos rotos. Chávez volvió a insultarlo por el fallo de los tribunales británicos. Cada vez que Chávez está aburrido la emprende contra el presidente americano. Sólo lo deja descansar cuando se entretiene injuriando al colombiano Alvaro Uribe.
En Ecuador ocurre más o menos lo mismo. Los enfrentamientos más pintorescos (aunque no los únicos) del gobierno del popular presidente Correa son contra Chevron. Ignorando varios fallos judiciales anteriores, y con la complicidad de voraces abogados norteamericanos, siempre dispuestos a litigar con razón o sin ella si el demandado posee un cofre jugoso, el gobierno de Quito, unido a ciertas inefables ONGs verdes, pretende, demagógicamente, que la compañía abone miles de millones de dólares como compensación por unos supuestos daños ecológicos a los que ya les hizo frente hace años, y a los que PETROECUADOR, la gran responsable, ignora olímpicamente.
En realidad, es fácil golpear a las petroleras. Tienen mala prensa. Cada vez que un motorista debe llenar el tanque del auto suele maldecirlas. A tres dólares el galón --mucho más en Europa-- la reacción es de odio eterno, sin advertir que quienes menos ganan son las estaciones de gasolina: apenas unos centavos. Ante la duda, la culpa es de las petroleras. Las han acusado, a veces con razón, de ser peligrosamente poderosas, de abusar de la condición de monopolio, de elevar artificialmente los precios, de desatar guerras, y de envenenar el medioambiente. Casi todos los gobiernos, incluido el norteamericano, de alguna manera se han enfrentado a ellas.
Tal vez esto era parcialmente cierto hace unas cuantas décadas, pero aquellas famosas ''siete hermanas'' --Standard Oil, Royal Dutch Shell, British Petroleum, Texaco, Chevron, Exxon, Mobil-- ya no son lo que eran. Si en una época acaparaban el 80% de la producción y las reservas de petróleo y de gas del planeta, hoy andan por menos del 10% y son sólo una sombra de lo que fueron. Han sido reemplazadas por otras siete hermanas, en este caso empresas estatales, a las que hay que imputarles el astronómico precio del petróleo y otras calamidades adyacentes. De acuerdo con el Financial Times, éstas son las nuevas villanas: Saudi ARAMCO (Arabia saudita), GAZPROM (Rusia), CNPC (China), NIOC (Irán), PDVSA (Venezuela), PETROBRAS (Brasil) y PETRONAS (Malasia).
No tiene sentido preguntarse por qué hay tan pocas inversiones internacionales en América Latina. Lo sorprendente es que continúen fluyendo, aunque sea a cuentagotas, pese al incumplimiento de los acuerdos y a la poca seriedad del poder judicial en casi todo el ámbito latinoamericano. Me lo dijo un importante banquero español cuyo nombre, naturalmente, no puedo mencionar: ''Hemos perdido diez años preciosos en América Latina luchando contra la arbitrariedad''. Y luego agregó, con cierta melancolía: ``No tiene sentido hacer negocios fuera del primer mundo. Lo que ganas en una década lo pierdes en una semana cuando un gobernante tramposo te cambia las reglas del juego''.
Las inversiones extranjeras, además de ser una fuente de trabajo, son el gran vehículo para la transmisión de tecnología y, en nuestros días, para multiplicar la productividad con técnicas modernas de gerencia, y hasta para aumentar eso que en el pasado llamaban ``conciencia social''.
Se ha abierto paso una nueva visión moral de las relaciones entre la sociedad y el aparato productivo, y las grandes empresas asumen como parte de su tarea lo que llaman ''responsabilidad social corporativa''. No es verdad que la única obligación de los empresarios y de sus ejecutivos es procurar beneficios. La pobreza, las enfermedades, la calidad de la educación y el cuidado de la naturaleza también les conciernen a las empresas serias, no sólo por razones de índole ética, sino porque es más fácil y rentable hacer negocios en un ambiente saludable y próspero que en medio de un paisaje de violencia, niños harapientos y casuchas de tabla y zinc. Pero nada de esto parece importar en casi toda América Latina. Por eso, cada año que pasa somos un poco más insignificantes.
Carlos Alberto Montanerhttp://www.elnuevoherald.com/opinion/story/161303.html
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