Hace poco, una investigadora encontró evidencias sobre lo que consideró como perfidia del cacique Caricuao. Se poseyó de asombro cuando vio entre los papeles del archivo unos relatos sobre la alianza del personaje con las huestes de los conquistadores. El hallazgo la llevó a escribir a la Asamblea Nacional, para pedir el cambio del nombre del traidor que ostenta hoy una urbanización de Caracas.
Ninguna zona de la república, especialmente si moran en ella los sectores populares, puede llevar el nombre de un canalla vendido al imperialismo, argumentó sin que sus destinatarios vieran disparate o elemento del absurdo en la gestión. Deberá incrementar las denuncias, pues no fue únicamente el denostado Caricuao uno de esos colaboracionistas detestables. Los legisladores ordenar una pesquisa que los lleve a la redacción de la historia ejemplar que no sólo pretende la aludida investigadora, sino también los funcionarios de los ministerios del Poder Popular para la Educación y la Cultura.
Hay que incluir en la nómina a los veinte guaiqueríes que acompañaron a Francisco Fajardo en el viaje de reconocimiento que hizo hasta Chuspa en 1555, para pedir al cacique Naiguatá que hiciera las paces con los coraceros amenazantes; pero también a otros cien que trajo junto con un número igual de aborígenes píritus que lo siguieron en el poblamiento del valle de Caracas, en 1557. Si miran hacia más atrás toparán con el maluco del cacique Chacomar, quien estableció una especie de convenio de auxilio y cohabitación con el conquistador Antonio Sedeño en 1529; o más adelante con un proverbial lacayo, el cacique Cavare, quien llegó al extremo de bautizarse con el nombre de Diego junto con su mujer, para quien pidió el apelativo de doña Ana que distinguía a las damas peninsulares; y con los caciques de tres jurisdicciones palenques que no pensaron demasiado en aceptar la dominación de Garci González Da Silva en 1579; y con unos chamanes de la laguna de Cariamana que luego participaron con sus flechas y macanas en las expediciones del capitán Francisco Infante. Pero los "historiadores revolucionarios" deberán manejarse con prevenciones en este caso particular, no vaya a ser que sus fulminaciones reboten en la mansión de la sagrada familia. Sucede que del capitán Francisco Infante desciende doña María Concepción Palacios y Blanco, la madre del padre nuestro que está en los cielos, y no parece conveniente relacionarla con un revoltillo de tránsfugas.
Es una lástima que todavía no circule una obra de Antonio García Ponce, Conocer Venezuela colonial, que abunda con propiedad sobre el tema de los caciques relacionados con los conquistadores. En todo caso, si leen las crónicas de la antigüedad, especialmente las de Oviedo y Baños y el padre Caulín, los revisionistas encontrarán candidatos de sobra para sus excomuniones, deplorables representantes de los pobladores originarios que se deben expulsar de los rótulos de las avenidas, de los pedestales de las plazas y de la identificación de los barrios para que ocupen su lugar los adalides de la nacionalidad que iniciaron una batalla aún vigente contra la dominación extranjera. Según ellos, desde luego. Pero, si se toma en serio la cruzada, deberían antes hacer una pregunta esencial: ¿de dónde salieron las armas para que los indios "buenos" atacaran al demonio europeo y los indios "malos" se aliaran con la monstruosidad foránea? Una investigación somera del asunto les mostrará la existencia de un viejo enfrentamiento entre tribus o naciones, entre caciques y cacicazgos que echa por tierra la tesis del paraíso de los salvajes angelicales convertido en infierno por una invasión sanguinaria. Como podrá verificar un análisis solvente, la conquista no fue sólo la importación de una hegemonía imposible de evitar por la potencia de sus herramientas de guerra, sino también porque los hombres blancos que las manejaban podían proteger a numerosas tribus del ansia de poder de sus semejantes, los mismos pobladores originarios, usualmente despiadada.
La desatención de objeciones como la que se propone carecería de importancia, si estuviéramos ante el caso aislado de la investigadora dispuesta a un combate anacrónico contra el cacique Caricuao. El empeño de reconstruir el pasado de manera arbitraria viene de más arriba e incumbe a todo individuo, suceso o época que no se ajusten a las interpretaciones superficiales y tendenciosas a las cuales acude el Presidente Chávez para sustentar su supremacía. Tanto los programas de estudio como los manuales de enseñanza, más todo lo que puedan editar las imprentas oficiales y machacar los medios radioeléctricos, se ha puesto al servicio de una amputación de la memoria que facilite la coronación del teniente coronel. Un trono demasiado costoso para la conciencia histórica, si el aspirante culmina el círculo que dibuja a su manera.
Elías Pino Iturrieta
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