viernes, 24 de agosto de 2007

La lógica del tirano





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Una sencilla reunión de algunas horas le ha bastado a la asamblea de diputados para aprobar en primera discusión – lo de “discusión” es un decir - una propuesta constitucional del ejecutivo que implica, nada más y nada menos que la reconversión de la sociedad venezolana de democracia representativa con separación de poderes a una dictadura autocrática bajo una presidencia vitalicia. No faltó el diputado que pretendiera dejar de lado molestas formalidades como pretender discutir el fondo de la cuestión, aprobándola sin más cuento y a mano alzada en fracción de segundos. Seguía, como casi todos y todas sus colegas, formalmente travestido de civil, el ejemplo de quien funge de ministro de defensa. Para quien la propuesta del presidente para estrangular una tradición republicana de 198 años implantada en el país gracias al primer soldado de nuestra historia es una orden castrense que se acata sin discusiones. Venezuela ha pasado así de ser provincia y capitanía general, a cuero seco de montoneras y campamento minero. Terminando por convertirse en una granja – la de Orwell – o, todavía peor, un cuartel. Sólo falta que comiencen a montarse los campos de concentración y el capitán Pedro Carreño le proponga al administrador del aeropuerto de Maiquetía, seguramente otro uniformado o ex uniformado, cuelgue de la torre de control un letrero que diga, como en el portón de Auschwitz: Arbeit macht frei: el trabajo nos hace libres.

La propuesta no es tan descabellada como parece: incluso los mataderos industriales de seres humanos montados por Hitler en la Alemania nazi debían travestirse de campos de trabajo regenerativo. De allí la consigna en hierro forjado que coronaba el portón del tenebroso lugar: El trabajo nos hace libres. Siguiendo la lógica de los tiranos, las cámaras de gases habían sido habilitadas de manera que parecían cómodos baños provistos de duchas. Y los judíos, gitanos, eslavos y opositores de toda condición que eran encerrados, apiñados como animales para recibir las monumentales y letales dosis de cianuro creían que llegaban a campos de trabajo – así fuera forzado - y que los verdugos que los llevaban a la gasificación les hacían el favor de llevarlos a darse un buen baño. Previo los cuales tenían incluso la delicadeza de espulgarlos. Tuvo que pasar un buen tiempo antes de que los prisioneros, tratados mucho peor que perros – los nazis adoraban a sus pastores – y hambreados hasta la inanición cayeran en la cuenta de que quienes eran trasladados a los baños estaban siendo asesinados. Su ausencia era más que notoria: a su mágica desaparición y al inexplicable y permanente humo que salía de las chimeneas no podía dejar de notarse la pestilencia del horror. Demasiada ceniza y mal olor para un sencillo campo de trabajo.

Es la lógica del tirano. Pasar las dictaduras por paraísos terrenales. Y las más espantosas opresiones por democracias ejemplares. Hubo un tiempo en que la consigna mágica para retratar a la tiranía castrista en un solo lema rezaba: primer territorio libre de América. Pronto habrán pasado cincuenta años de tal ingenioso invento. Ya nadie con dos dedos de frente cree que Cuba disfrute de libertad alguna. Salvo la izquierda latinoamericana y algunos trasnochados izquierdistas europeos que suelen disfrutar de su jubilación revolucionaria yéndose a la cama de un hotel habanero con alguna mulata que cubre sus necesidades desnudándose ante tan generosos marxistas leninistas, turistas de ocasión. Pronto cambiarán su destino y vendrán a Venezuela. Hasta puede que encuentren grandes vallas que recen: Venezuela, Segundo territorio libre de América. Así están las cosas.

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Pasar gato por liebre y tiranía por democracia es un fenómeno novedoso, propio de la globalización. Marx no tuvo ningún empacho en proclamar la necesidad de imponer el socialismo mediante la dictadura del proletariado. Al montaje de tal dictadura dedicó Lenin toda su vida y tampoco le hacía asco a la cruda verdad: el gobierno del Partido Comunista era y debía ser un gobierno dictatorial, cuya función no era otra que fusilar a las élites, triturar a la vieja clase gobernante y mandar en nombre del proletariado. Si bien ya por entonces comenzaba a infiltrarse la mentira organizada en el corpus revolucionario: en Rusia el proletariado era tan minoritario como la aristocracia. O aún menor. Existía en algunos bolsones industriales de San Petersburgo. De manera que una dictadura del proletariado sobre el vasto imperio zarista no podía ser menos que la más minoritaria de las dictaduras. Y aún así: terminó siendo la más espantosa y totalitaria de las dictaduras de un grupo de profesionales de la revolución a la orden del más cruel y aterrador de todos ellos: Joseph Stalin.

Tampoco Mussolini o Hitler le hicieron asco a la verdad. Detestaban la democracia como el más pérfido, decadente y repudiable sistema político. Propio de débiles de espíritu, charlatanes impenitentes y conciliadores de profesión. Como que el ideólogo máximo del nazismo, Carl Schmitt, lo declarara sin ambages, siguiendo por cierto al constitucionalista y diplomático español Donoso Cortés, para quien nada podía haber de peor que un liberal que otro liberal. La política, para Schmitt, no era como para los liberales que tanto detestaba un motivo de discusiones, formación de comisiones de consulta o comandos electorales. Era el mortal e inevitable enfrentamiento amigo-enemigo. Exactamente como para Chávez y Castro, su padre putativo. Y la dictadura la forma con que el soberano – Hitler, Mussolini o, en nuestro caso, el teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías – decide imponer un nuevo orden constitucional sin otro atributo que su fuerza y su decisión. “Soberano”, escribe en uno de sus más célebres ensayos, “es quien decide del estado de excepción”. Siendo el Estado de excepción aquel en que una sociedad sumida en una profunda crisis política, económica y social se encuentra a la deriva, ha perdido la vigencia de sus instituciones y su constitucionalidad y se encuentra a merced de aquel que sea capaz, tenga la fuerza y los apéndices reproductores suficientes como para imponer su ley. A sangre y fuego. Como hoy, en Venezuela.

Sin presentirlo, Bolívar, el fundador de la república liberal autocrática, le escribiría en su momento a uno de sus interlocutores: “aquí no manda el que quiere, sino el que puede”. Acababa de fusilar a Piar. Y si Santiago Mariño y los otros próceres orientales que se le oponían no le hubieran sido política y militarmente necesarios los hubiera hecho fusilar a todos. Y a muchos más. Como lo dijo con todas sus letras sin perdonar ni a Páez ni a Santander, según cuenta Perú de Lacroix. Ordenando de paso meter preso al cura Madariaga – el antimilitarista - nada más se asomara por alguno de los puertos de la república. Que era loco y había que tratarlo como tal. Lo dijo y lo ordenó porque se sabía “el soberano”. Como quien hoy en día y sin ni siquiera imaginar las consecuencias pretende seguirle los pasos. Las tragedias de la historia suelen repetirse como comedias: lo dijo Karl Marx en El 18 brumario de Luis Bonaparte.

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Comedia o farsa, así sean sangrientas, no quita que quienes corren a arrodillarse ante el soberano de Sabaneta vuelvan a mostrar el peor, el más feo rostro de una patria que ha conocido de obsecuencias, de genuflexiones y de tiranías posiblemente como pocas en nuestra América. Como que sumado en años, las etapas democracias de que enorgullecernos como ciudadanos libres y auténticamente soberanos no pasen del medio siglo. Siendo el resto una oscura sucesión de tiranías, despotismos, abusos e iniquidades de caudillos militaristas y autocráticos como el que, en la peor y más insólita de las decisiones, el país eligiera en 1998 para subir al cadalso con las manos atadas.

Es el horrendo pasado al que en la peor de las pesadillas el presidente de la república pretende arrastrarnos a cualquier precio. Para lo cual cuenta con la obsecuencia más rastrera y vergonzante que un hombre libre y digno pueda imaginar: la de esa mayoría de asamblearios que le hacen honor al congreso que avergonzara hasta el vómito a Rómulo Gallegos en las postrimerías de la dictadura de Cipriano Castro. La de quienes violan la constitución faltando a sus sagrados deberes de profesionalismo e institucionalidad. La de los plumarios que se arrodillan ante la espada como en tiempos de Gómez y Pérez Jiménez.

Asombra que ante un embate tan avieso, descarado y manifiesto contra la institucionalidad democrática del país haya quienes pretendan, con la más tenebrosa, añeja e inquisidora de las casuísticas – así pregonen su juventud como valor político - , buscar el trigo en la paja y ya escarben a qué asirse para legitimar el asalto nazi-fascista que hoy sufrimos. Asombran los politiqueros de siempre, que creen posible correr a votar para rechazar un crimen ya cometido. Como si fuera digno y legítimo asentir ante el verdugo y decidir de la naturaleza de la cuerda con que se nos ahorca.

Asombra que todavía existan demócratas que no sean capaces de discernir la inmensa, la terrible, la anonadante gravedad del momento que vivimos. Y carezcan de la dignidad del rechazo, la necesidad de la lucha y la apuesta por la bondad y la grandeza de quienes todavía resisten ante la corrupción, el estupro, la delincuencia y la criminalidad de quienes usurpan el poder del estado para sus propios fines y beneficios.

Venezuela está al borde de su muerte como república democrática. Vive la peor y más grave crisis existencial de su historia. Caer en la estúpida trampa del autócrata pretendiendo discutir lo indiscutible y aceptar lo inaceptable constituye un crimen de lesa humanidad. Ante el asalto fascista a nuestra frágil tradición democrática y la violación que se pretende imponer a nuestra integridad ciudadana, más vale otra muerte. La de quienes supieron defender con honor nuestra independencia y nuestra libertad republicana. Debemos honrarlos en esta hora, la más menguada de la patria.

Así de simple.

AntonioSanchez Garcia
www.megaresistencia.com

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