sábado, 4 de agosto de 2007

Patria: muerte al socialismo

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Anónimo dijo...

El totalitarismo y la naturaleza humana: Cómo y por qué fracasó el comunismo

Por Carlos Alberto Montaner
(fragmento)

A principios de la década de los noventa viajé a Moscú en varias oportunidades. El mundo había sido testigo de dos sucesos asombrosos: la pacífica desintegración de la URSS y la disolución por decreto del partido comunista más grande y fuerte del planeta. Ya gobernaba Boris Yeltsin, con quien, a su paso por Estados Unidos, había compartido una interesante mañana, en la que pude darme cuenta del increíble nivel de confusión e improvisación que existía en los altos mandos del Kremlin y el intenso miedo que este político, nacido en los Urales, en los confines de Europa, sentía a ser ejecutado por el KGB.

Curiosamente, el entierro de la URSS podía verse como una victoria del nacionalismo ruso, que juzgaba ese desmembramiento como una suerte de deseada liberación que libraba a Moscú de un rosario de incosteables sanguijuelas. Sólo Cuba, en el remoto Caribe, había costado a los rusos más de cien mil millones de dólares en inútiles subsidios a lo largo de varias décadas. ¿Qué sentido tenía continuar sosteniendo a la Nicaragua sandinista, agregar a la lista de satélites la Etiopía de Mengistu y la Angola revoloucionaria, o insistir en la guerra colonial de Afganistán?

Entonces se repetía una audaz frase que sintetizaba esta pragmática posición política: “Hay que liberar a Rusia de la URSS”. Al fin y al cabo, aún podándole las adherencias imperiales, Rusia seguía duplicando en tamaño a cualquiera de las otras grandes naciones de la tierra: Estados Unidos, China, Canadá, Brasil o la India. El mundo veía a los soviéticos como verdugos, mientras los rusos, en cambio, se percibían como víctimas de una ideología que había hipertrofiado el perímetro de sus responsabilidades económicas y militares en perjuicio del bienestar de la propia población eslava.

Pero tal vez más sorprendente aún que la incruenta cancelación del imperio soviético fue el dócil comportamiento del PCUS: sus veinte millones de miembros acataron la orden de disolverse sin protestar, y el país de Lenin, el país de la “gloriosa Revolución de Octubre”, meca y mito de todas los revolucionarios radicales del siglo XX, a una sorprendente velocidad enterró los dogmas y doctrinas marxistas-leninistas con un universal gesto de fatiga.

En ese viaje a Moscú, tras entrevistarme con el canciller Andrei Kozirev y el vicecenciller Georgi Mamedov para hablar de los inevitables asuntos cubanos, por medio del escritor Yuri Kariakin, un gran especialista en Dostoievski y en Goya, concerté un encuentro con Alexander Yakovlev, un personaje que ya estaba fuera del gobierno, ex embajador de la URSS en Canadá y tal vez el principal consejero e ideólogo de Mijail Gorbachov. Quería escuchar en su propia voz una explicación coherente sobre el proceso que había liquidado el sistema comunista en la nación que por primera vez lo puso en práctica.

En ese momento Yakovlev era el funcionario clave de una fundación creada por Gorbachov, e irónicamente nos recibió en el enorme despacho que había ocupado Mijail Suslov hasta su muerte, ocurrida en 1982. Suslov había sido el implacable defensor de la ortodoxia comunista, el Torquemada de mano dura contra cualquier desviación de la obediencia al Kremlin, ya fuera el trotskismo, el titoísmo o la revuelta húngara de 1956. Si existía un símbolo del drástico cambio ocurrido en la URSS era que Yakolev estuviera sentado exactamente en el lugar que, en su momento, ocupara el temido Suslov.


I. Un sistema contrario a la naturaleza humana

La historia que me contó Yakovlev merece ser repetida. Este héroe de la Segunda Guerra Mundial, miembro prominente del Partido, a principios de la década de los setenta se atrevió a escribir que el comunismo soviético arrastraba un perverso componente de la historia zarista que lo llevaba a ejercer la violencia indiscriminada contra la sociedad, lo que, a su vez, impedía el desarrollo de la URSS en todo su enorme potencial.

Tal vez para impedir que ese peligroso juicio se contagiara a otros camaradas, el entonces premier Leonid Breznev, quien poco antes, tras la invasión a Checoslovaquia de 1968, había formulado la doctrina imperial que le concedía al PCUS el derecho a decidir dónde y cuándo desplegar los tanques para preservar el comunismo en el planeta, que era tanto como asignarle a la URSS el derecho al uso indiscriminado de la violencia a escala internacional, procuró a Yakovlev un exilio dorado, nombrándolo embajador en Canadá, lejos de las intrigantes camarillas del Kremlin.

Pero el destino, como en el reino de Serendip, a veces desemboca en el lugar exactamente contrario al procurado. Sucedió que un día llegó a Canadá en viaje oficial un joven técnico en desarrollo agrario, prometedora estrella del Partido Comunista, el señor Mijail Gorbachov, y se reunió con su embajador Alexander Yakovlev, y estuvieron conversando durante varios días, tal vez porque la misión de Gorchachov se prolongó más de lo previsto o tal vez porque el avión de Aeroflot, la línea aérea soviética, se averió más de lo acostumbrado.

Es muy aleccionador pensar que aquellas pláticas amables pero apasionadas entre dos personas inteligentes, que podemos imaginar humedecidas por un buen vodka ruso, sin que nadie lo supiera, y sin que los interlocutores lo sospecharan, cambiaron el rumbo de la humanidad. Anécdota que nos recuerda la fragilidad de esa futurología mecanicista basada en el acopio de información económica o en las predicciones de los expertos.

Fue allí y entonces, aparentemente, donde Gorbachov se convenció de que el comunismo era reformable si se eliminaba ese doloroso componente de violencia que impedía el libre examen de los problemas. Fue allí y entonces donde dos comunistas patriotas se persuadieron de que sabían exactamente qué hacer para que el país más grande del mundo se convirtiera, además, en el más rico, feliz y desarrollado.

Era necesaria la reforma, la luego tan mentada perestroika. Pero para que la reforma diera sus frutos había que quitar las cadenas al juicio crítico: eso era la glasnost, la transparencia sin consecuencias ni represalias, la recuperación de la verdad como instrumento de análisis y corrección de los males. Si a la planificación colectivista y a la búsqueda de la justicia distributiva inherentes al marxismo se agregaba la libertad, el comunismo –concluyeron Yakovlev y Gorbachov– se convertiría en un modelo imbatible para lograr la felicidad de los pueblos.

Andando el tiempo, de un modo casi mágico las cartas fueron cayendo ordenadamente sobre la mesa: tras la muerte de Breznev el poder quedó en manos de Yuri Andropov, un reformista moderado y prudente, ex jefe del KGB y amigo de Gorbachov, quien de la mano de su poderoso protector ascendió unos peldaños dentro de la burocracia soviética. Pero en 1984 murió Andropov y, en lo que parecía ser un retroceso, fue elegido Konstantin Chernenko, un “duro” de la época de Breznev –fue su jefe de gabinete–, mas llegó al poder a los 74 años, ya enfermo de muerte.

Apenas un año más tarde, en efecto, Chernenko murió, y es muy probable que ese hecho haya convencido a la nomenklatura soviética de la necesidad de estabilizar la autoridad eligiendo a un líder razonablemente joven y saludable capaz de dirigir el país durante un largo periodo. Fue en ese punto en el que Mijail Gorbachov entró en la historia por la puerta grande. Sólo tenía 53 años y proyectaba una imagen vigorosa. Con él traería de la mano a Yakovlev, y lo colocaría al frente del aparato de propaganda para defender el novomyshlenie, o nuevo pensamiento.

Los hechos que siguieron son más o menos conocidos. Gorbachov comenzó por continuar las reformas emprendidas por Andropov, entre ellas la de racionar el alcohol o aumentarlo significativamente de precio, dado que este vicio supuestamente debilitaba la capacidad productiva del país –una campaña en la que ya había fracasado el bueno de Nicolás II, último zar de Rusia–, pero lo verdaderamente decisivo fue la tolerancia con espacios de libertad crítica, que fueron aumentando de manera imparable en círculos cada vez más amplios.

Poco a poco, los comentarios negativos dejaron de limitarse a los problemas concretos de la economía y se empezó a cuestionar la esencia del sistema soviético y los dogmas marxistas-leninistas. Todo ello llegaba acompañado de una aguda crisis de producción y abastecimiento, pero Gorbachov, lejos de amilanarse, extendió su voluntad de reformas al campo de los satélites europeos. Finalmente, en octubre de 1989 cayó el Muro de Berlín, y una tras otra casi todas las naciones de Europa Central fueron abandonando el comunismo y el campo soviético.

¿Por qué Gorbachov –pregunté a Yakovlev y a Kariakin, ambos conocedores íntimos del personaje–, pese a su temperamento enérgico, no intentó frenar la descomposición de la URSS y del llamado “campo socialista”? La respuesta que entonces me dieron me sigue pareciendo convincente: porque en la psicología profunda de Gorbachov, o en eso a lo que llamamos “carácter”, había un elemento genuino de aborrecimiento de la violencia.

Gorbachov no ignoraba que se estaba desintegrando el mundo parido por Lenin a partir de 1917, pero sabía que para mantenerlo sujeto era indispensable sacar el Ejército Rojo a las calles y matar varios millones de personas. Seguramente es lo que hubieran hecho Stalin, Kruschov o Breznev, pero él era demasiado compasivo para ordenar una carnicería de esa magnitud.

Tras la descripción histórica de los hechos, que consumió casi toda la entrevista, le hice a Yakovlev una pregunta final: ¿en definitiva, por qué fracasó el comunismo? Se quedó pensando unos segundos y me dio una respuesta probablemente correcta, pero que hay que abordar con cuidado y en extenso: “Porque –me dijo– no se adaptaba a la naturaleza humana”. Las reflexiones que siguen van encaminadas a explorar esa premisa, aunque se hace necesario cierto rodeo previo.